Por: Gustavo Múnera Bohórquez
Sobre el nacimiento de una de las mejores canciones del género vallenato (o de acordeón) por poética, descriptiva y con una intrínseca emoción que conecta al más desprevenido de los oyentes, El cantor de Fonseca, cuenta el guitarrista, cantante y compositor Carlos Hernández que tal prodigio se le ocurrió a Carlos Huertas una mañana en una fuente de soda de Santa Marta. Como una premonición de belleza recuerda que el establecimiento llevaba por nombre La Fuente Azul. El arte que para la guitarra tiene Carlos Hernández es excelente, en especial al interpretar boleros; solo una vez estuve presente en una parranda donde tocó Carlos Huertas a pesar de los muy buenos los años que el bardo vivió en Maicao y de donde es oriunda su esposa, Leila Larios Ríos. En esa urbe tuvo descendencia.
Si frente al mar en Dibulla nació y en La Guajira se hizo libre, en Maicao echó raíces. Resulta difícil establecer la fidelidad de los hechos narrados por Carlos Hernández, porque tiene fama, si no de enredador, al menos de exagerado, lo que le ha sido perdonado por sus conocidos.
Es mayor la gloria cuando a los juglares se les pueden creer sus ficciones. Ellos no están obligados a ceñirse a la porfía de la vida como cabe hacerlo ante un notario. El viento es el papel en el que primero escriben y en ocasiones el único pentagrama que conocen. Los asistentes a las parrandas son testigos de lo real y de lo imaginario. Tras varias horas de tragos son capaces de afirmar que en el traspatio hierve un sancocho con la carne del último unicornio; de ello dan fe hasta los que pasan frente a la juerga, que en el Caribe duran varios días si se respetan. A Carlos Hernández le oí que alguna vez se peleó con su íntimo Huertas quien le hizo un disparo con su revólver de uso cotidiano. No obstante que el ataque fue casi a quemarropa, se salvó de ser herido por su agilidad para apartarse de la trayectoria de la descarga tras verificar por dónde venía la bala.
Sin embargo, algunas circunstancias de lo afirmado por el bolerista Hernández las confirma el locutor en uso de buen retiro Luis Guillermo Burgos Castro, samario, quien trabajó en la radiodifusora Ondas del Caribe de la capital magdalenense y era visitante asiduo de La Fuente Azul, que quedaba en la esquina de la calle 22 con carrera 5ª de esa ciudad y era propiedad de Víctor Montenegro, chileno. Este establecimiento inició labores en 1960 y los sucesos que originaron El cantor de Fonseca al parecer ocurrieron en algún momento feliz cinco años después. Carlos Hernández fue compañero de negocios, presentaciones y trashumancias de Huertas. Mientras desayunaban en La Fuente Azul un cachaco seguía con atención las canciones que los músicos interpretaban y sin aguantarse se les acercó preguntando con insistencia de dónde eran ellos, si de esa ciudad, pues sus canciones le sonaban desconocidas, abonando que esos aires musicales no eran de esos lados.
Agrega Burgos Castro: “en tanto a los músicos que descargaban sus tonadas en dicha refresquería les pagaban las canciones a centavos, el forastero recompensó los cánticos de Huertas y sus compañeros con cinco pesos, un platal para la época”. La tropa musical integrada por los guitarristas y voces Carlos Huertas y Carlos Hernández, el guacharaquero Tite, Adán, el ciego, cajero, Caraballo también cajero, guitarrista y maracas, se trasladó al frente del negocio, a la terminal de buses para ir a Valledupar donde cumplirían un compromiso con la gobernación de Cesar. Durante la espera Huertas tarareó a viva voz y con las cuerdas de su guitarra algunos versos de la canción. El cantor de Fonseca ha corrido con suerte como se merece semejante romanza ganadora del Festival del Retorno de Fonseca, La Guajira.
La grabó por primera vez el canta-autor y acordeonero Luis Enrique Martínez bajo el sello Tropical; sin embargo, pasó inadvertida. Luego se conoció en la voz de Jorge Oñate con el conjunto de los Hermanos López en un álbum del mismo nombre de la obra de Carlos Huertas (1973).
El LP contiene otra composición del mismo autor, Hermosos tiempos. El acordeonero fonsequero José Hilario Gómez Toncel, primo del compositor, dice que para finales de la década de los sesenta Huertas se presentó a su residencia con un casete diciéndole que encontrara quien grabase las dos canciones. Para fortuna, Jorge Oñate tuvo una presentación en Fonseca poco después y Gómez Toncel le interpretó aquellas obras.
Asevera que al cantante le dio un patatús de la emoción al escucharlas. Llegó la noche y en el hostal donde fueron alojados, Carlos Huertas, vacilante, les hizo conocer la canción a sus compañeros de corredurías. No hay cómo saber cuánto es cierto en lo narrado, pero es mucho mejor inmortalizar todo como verdad que dañar la historia encuadrándola en la certeza. Gabriel García Márquez se entristeció al enterarse que el andariego y alter ego de Carlos Huertas, Francisco el Hombre, no había sido un personaje irreal con el encanto que transmite el éter de lo impreciso; como el Diablo mismo derrotado por ese negro enjuto según la tradición en un duelo musical con el Padrenuestro recitado al revés, sino que fue un mortal común de la periferia de Riohacha; uno cualquiera sin mayor gracia que la de haber tenido un trajín incesante. Rara vez la realidad embellece la ficción, lo que es habitual, al contrario.