Por Rubén Darío Álvarez
A finales de 1980, la canción El lobo se apoderó de las estaciones radiales en los ámbitos sociales de Cartagena, que se preparaba para las fiestas novembrinas. Gracias a los programas musicales nos enteramos de que los responsables de tanta algarabía, eran los integrantes de un grupo llamado Los soneros de Gamero, y que la voz que llenaba de curiosidad a los fanáticos de lo carnestoléndico pertenecía a una señora sesentona llamada Irene Martínez. Tanto Gamero como el nombre de la cantante eran desconocidos para una gran masa de los habitantes del Caribe colombiano, pero esos ritmos que se escuchaban eran familiares: guardaban cercanías con lo que dieron a conocer agrupaciones como Los gaiteros de San Jacinto, Los corraleros de Majagual, Rufo Garrido y Pedro Laza y sus pelayeros, entre otros.
Contrario a la mayoría de mis contemporáneos, Gamero no me resultó extraño cuando lo escuché asociado a la música de Irene. Desde muy pequeño sabía que era un corregimiento de Mahates, al norte del departamento de Bolívar. Desde el Mercado Público de Cartagena, en la calle de El Arsenal, el bus que iba con ese destino iniciaba su recorrido de una hora por carreteras destapadas, se desviaba hacia Gamero, daba la vuelta en la plaza del pueblo y regresaba para proseguir su camino. Tras otros diez minutos de recorrido, se llegaba a Mahates.
El lobo fue la primera canción que escuché de Irene Martínez, pero me tocó esperar varios meses para que esa cantadora dejara de ser solo una voz en mis oídos y se convirtiera en una presencia física, concreta y avasallante, sobre la planicie retadora de una tarima. Y fue un 16 de julio, día de la Virgen Irene Martínez: Desde Gamero un canto¹ 1. Esta crónica hace parte del libro "La fuga del esplendor: conversación con la música cartagenera de los años 80", cedida especialmente para La Lira, por su autor. del Carmen, cuando la empresa Consumares organizó un concierto con varias agrupaciones musicales en el barrio Blas de Lezo. A esa cita acudieron las orquestas y conjuntos más cotizados del momento, pero la estrella de la noche fue Irene Martínez, quien llegó presurosa, hizo algunos chistes con los animadores del espectáculo y, de inmediato, se concentró en cantar El canato, su éxito del momento. Ya en todo el país era muy aplaudida por bullerengues como María gurrupiá, Mambaco, Rosa, A pilá el arroz, La iguana y La candela viva, entre otros.
El apretujamiento y el desorden fue de tal magnitud que no permitieron una manera cómoda ni prolongada de admirar el espectáculo. Semanas más tarde la vi en Amberes, en casa de Wady Bedrán, propietario y manager de Los soneros de Gamero, agrupación a la que ya pertenecía mi hermano Marco, como bajista. En ese nuevo escenario la imagen de Irene distaba mucho de una estrella. La suya era más bien una presencia reposada y tranquila. Así volví a verla en otras ocasiones, pero también animando tarimas en Cartagena o en los pueblos de Bolívar, en donde la gente dejaba de bailar para presen- Ilustración Irene Martínez. Ilustración Etelvina Maldonado. ciar su concierto, aunque, una vez terminada su presentación, la rodeaban para tomarse fotos o sólo para observarla y constatar que no se trataba de un invento de los medios de comunicación. A principios de los noventa volví a saber de ella. El noticiero de Caracol T.V., se había trasladado a Gamero para informar sobre el estado lamentable económico y de salud que padecía la cantante. La mostraron caminando en medio de una calle polvorienta, y en la residencia que logró remodelar gracias al éxito de sus canciones. Una protuberancia en su cuello, cubierta con semillas de alguna planta medicinal, era la señal ineludible del cáncer de garganta que la estaba carcomiendo. Al final de la nota, y después de implorar la ayuda pública, cantó un fragmento de El lobo, la canción que empezó a hacerla famosa a una edad en la que otros obtenían su pensión. Eh, eh, eh, ven a María, a gurrupiá Irene nació el 31 de diciembre de 1923, en Gamero, jurisdicción del municipio de Mahates (Bolívar), en el hogar de Miguel Martínez y Juana Mejía.
La gran afición de los gameranos por la música era compartida con poblaciones como el palenque San Basilio y Evitar, actividad que acrecentó con la llegada de cubanos, traídos para atender los ingenios azucareros, practicaban música con grupos de percusión llamados sextetos. Miguel Martínez hacía parte de uno de esos sextetos gameranos, aprendieron los cantos cubanos y los combinaban con los aires populares. Juana Mejía, la madre de Irene era cantadora de bullerengues y sus incursiones se registraban en los cumpleaños, en las fiestas patronales, en los velorios cantados y en las fiestas de San Juan. “Eran las celebraciones en San Juan —recuerda Sergio Hurtado, uno de los hijos de Irene—, una costumbre que todo el mundo esperaba para cantarle a los que se llamaban Juan o José. Mi mamá, desde muy pequeña y apoyada por mis abuelos, participaba en esas rondas de bullerengue y en esas celebraciones que también se les conocía como canto de gallo. Una de las canciones que recuerdo, cantadas por mi mamá, era El puerco jabalí, que trajeron los cubanos a las plantaciones de caña”. Irene se casó muy joven con un pescador llamado Francisco Hurtado, pero nunca más volvió a participar en las rondas de bullerengue ni en los 24 de San Juan, debido al carácter celoso de su marido, quien pronto se hizo popular en la población por sus continuas parrandas, al punto que murió víctima de una cirrosis hepática. Después de quedar viuda y respondiendo por seis hijos, Irene optó por trabajar en las dos hectáreas de tierra que su esposo le dejó en el sector conocido como Pita, a unos diez minutos de Gamero. Para ese entonces, entre sus coterráneos, se hizo popular su imagen derribando malezas, arando la tierra, haciendo rozas y tuntuneando (cazando hicoteas), pero también lavando ropa ajena en las orillas de la ciénaga Matuya, con tal de sacar adelante sus hijos sin comprometerse en maridaje.
A pilá el arroz, mamita… Wady Bedrán recuerda que tenía cinco años cuando vio a Irene cantando bullerengues en el patio de su casa. Después la vería en las fiestas de vecinos acompañados por tamboreros, maraqueros, tabliteros y cantadores que improvisaban sextetos. Eran hombres rudos, pero talentosos para la música: “Irene iba a mi casa y hasta me cargaba —dice, y agrega: — pero nunca se me ocurrió que podríamos trabajar juntos en una agrupación folclórica. No pensé en eso y mucho menos en todo lo bueno que vendría después”. En 1969 Bedrán integraba el conjunto de Alfredo Gutiérrez, y, a la vez, era percusionista de planta de los grupos musicales de Discos Fuentes, cuando tenía sus estudios en Cartagena. Una noche amenizaron una caseta en el corregimiento de Hato Viejo y en ese festejo estaba Irene con su sexteto, compartiendo tarima con el conjunto de Gutiérrez. “Me dio nostalgia verlos, y decidí irme con ellos para Gamero por unos días.
Estando allá, formamos un bullerengue hasta al amanecer. Esa misma noche conversé con Irene y sus compañeros para formar un grupo sólido, porque ya tenía ganas de abandonar el conjunto de Alfredo y seguir mi propio camino. Ahí nacieron Los soneros de Gamero”. De acuerdo con Bedrán, el nombre del conjunto surgió debido a que en ese momento se escuchaba con fuerza la salsa y la música cubana, círculo en el que se mencionaba con insistencia la palabra “sonero” que, para él, se oía bien acompañada de Gamero. Pablo Tovar, tablitas y canto, Luis Lozano, tambor mayor, Pablo Lozano, tambor menor, corista y cantador, Vicente Torres, guacharaca, José García, maracas, Luis Magín Díaz, Luis Guillermo de los Ríos e Irene Martínez, cantadores, fueron los primeros integrantes de la agrupación en donde aún no existían los instrumentos melódicos. Sólo percusión y voces. Al poco tiempo Bedrán conversó con Isaac Villanueva, director artístico de Discos Fuentes, para grabar un disco sencillo. La rama de tamarindo y La pica pica, ambas de la tradición folclórica del Caribe colombiano fueron los primeros temas grabados. Al año siguiente volvieron a los estudios para grabar José Mercé, en otro sencillo, cantado por Dionisio Barreto, su compositor. “En 1972 grabamos A gurrupiá —cuenta Bedrán— compuesto y cantado por Irene Martínez. En Barranquilla, los empresarios y los locutores nos abrieron las puertas desde el principio, pero tuvimos una crisis económica que me hizo volver con el conjunto de Alfredo Gutiérrez”.
Esta es la canción… A principios de 1979, Wady Bedrán viajó a Bogotá para efectos de una grabación con Alfredo Gutiérrez para Discos FM, allá se encontró con el productor Enrique Muñoz, a quien le comunicó la existencia de Los soneros de Gamero, a la vez éste le habló de un estudio de grabación que había montado en Cartagena. Se llamaba Fonobosa, al cual los invitó a grabar sin pagarles honorarios. “Aceptamos la propuesta porque en ese momento nos interesaba estar vigentes en las emisoras. Grabamos Candela viva. Nuestro primer larga duración, que salió al mercado el 18 de agosto de 1979. El día en que íbamos a tomarnos la foto para la carátula del disco presté plata y le compré un vestidito a Irene. Los demás nos vestimos con abarcas, chancletas, zapatos tenis, en fin, pobreza absoluta”. Cuando fueron donde Alfonso Cabrera Altamiranda, director de Emisoras Olímpica, los rechazó, diciéndoles: —!Wady, estás loco! ¡Con esa viejita no van a llegar a ninguna parte! “Me dolió el rechazo, pero seguimos visitando emisoras y no pasaba nada. Todas archivaban el disco.
A principios de 1980 me encontré con Amira Soledad Morelos y Saúl Caballero, quienes trabajaban en Radio Reloj y me dijeron que les interesaba programar el disco. Y así lo hicieron: a la semana siguiente ya estaba sonando El lobo, y a los quince días, ocupaba el primer lugar en el ambiente radial de Cartagena. Pero no pasaba nada a nivel de contratos. Un día me llamó Evaristo Sánchez, el dueño de Discos Cartagena, y me dijo que le llevara cien discos, porque estaba perdiendo ventas, ya que todo mundo preguntaba por El lobo”. A principios de 1981, Rafael “El capitán” Visbal, propietario de La Saporrita, una caseta de Barranquilla, llamó a Bedrán para comunicarle que El lobo estaba batiendo récords de sintonía en las emisoras de esa ciudad, por lo que el público reclamaba la presencia del grupo, que ya estaba programado para alternar con: Cuco Valoy, Pastor López, Alfredo Gutiérrez y Lisandro Meza, artistas muy exitosos de esa época. “… esa noche íbamos entrandoa La Saporrita y Lisandro Meza me dijo: -Oye, ¿y tú qué vienes a buscar aquí con esa viejita y ese poco de tipos mal trajeados? Te vas a exponer a la burla’. El apunte me dio duro, pero traté de no pararle bolas. Cuando el animador nos llamó, el primer sorprendido fui yo. Irene se transformó de tal forma que hizo que los asistentes se montaran en las mesas, gritaran, chiflaran, brincaran, aplaudieran. Esa caseta parecía que se iba a caer. Al día siguiente, “El capitán” Visbal nos dijo que nos quedáramos, que él había pensado tenernos por una noche, pero que podíamos quedarnos para los cuatro días del Carnaval. Y Lisandro Meza se resintió, porque Visbal le dijo que, si quería, que se fuera, que con Irene tenía suficiente para llenar la caseta”.
Romana Paz, ya es de día… Al año siguiente, la agrupación recibió una llamada de Rafael Mejía, gerente de Codiscos, ofreciéndole grabar con ellos. Allí grabaron Cógele el rabo, en donde el sonido predominante seguía siendo percutivo. “…Ya habíamos descubierto a las hermanas Martha y Emilia Herrera. En 1983 grabamos el LP Raspacanilla, en donde están los temas Mambaco y Rosa, con los que nos ganamos el Congo de oro, de los carnavales de Barranquilla. Pero, antes de la grabación, pasó algo trascendental: el grupo estaba necesitando cambiar de sonido, debido al nuevo público que habíamos conquistado, entonces, decidí incluir saxofones y clarinete.
En Codiscos dejamos de grabar en forma directa, como lo hacíamos en Fonobosa y en Fuentes. Ahí la grabación era ahora por pistas. Pero tuvimos problemas, pues los músicos viejos no daban para asimilar los conteos, los cortes y todos esos parámetros que se empezaron a usar en esas grabaciones, así que no nos quedó más remedio que cambiarlos. Hubo resentimientos, discusiones y hasta demandas, pero tuvimos que hacerlo”. Los músicos de reemplazo fueron Roger Rodríguez (congas), Marco Álvarez (bajo), Lucho Vega y Manuel Cubas (coros), Edwin Salcedo (timbales), Nelson Herrera (saxo alto), César Quiñones (clarinete) y Walberto Franco (saxo tenor), con quienes siguieron ganando congos de oro y recorriendo el país, además de que fueron invitados de honor a países como Venezuela y Panamá donde se escuchaban canciones como A pilá el arroz, Se va, se va; Sambatá, Corre morenita y soba, Mi compadre se cayó; Negro, negrito, El parrandón y El chicle, entre otras. Cuando Irene visitaba a Gamero se reunía con sus hijos y los hijos de ellos, y volvía a ser la misma. Se ataviaba con sus atuendos domésticos y hacía sus oficios, y algunas veces salía hacia la ciénaga Matuya cargando una ponchera de ropa para lavar.
No fueron pocas las veces en que llegaban buses cargados de turistas en busca de Irene, para su sorpresa la encontraban en facha de ama de casa, sin las ínfulas de artista descollante. Su modestia, su tranquilidad, y su familiaridad la acompañaron hasta sus últimas horas. A principios de 1993 Irene Martínez decidió retirarse de la música, aquejada por una afección en la garganta, al parecer producida por su costumbre de fumar con el fuego del cigarrillo dentro de la boca. Al respecto, el investigador Héctor Castillo Castro cuenta que “…En sus últimos días, un carcinoma deterioró su garganta. En ese estado fue llevada al Hospital Universitario de Cartagena, en donde el cuerpo médico le comunicó que debía intervenirla, pero la cantante se negó, pensando en que podía perder la voz”. Wady Bedrán fue a Gamero a insistirle que se dejara operar, pero la cantadora se resistía. El 23 de agosto. su nuera María Cruz Pérez la dejó en un leve sueño, cuando regresó la halló sin signos vitales, y avisó de su fallecimiento. Esa la tarde la pasearon por todo el pueblo, los incontables picós del corregimiento programaron su música, sus amigos y familiares la lloraban mientras entonaban sus canciones y palmoteaban. Gamero y sus soneros así la despidieron